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Toque de Mujer

De soltera a casada…¿y al hospital?

“Pepe está encantado con Ana” me comentaba el otro día una amiga, cuyo hijo está recién casado. “Lo malo es que el estómago no lo deja en paz…¡tiene la gastritis alborotada!”. Por otro lado Chela, una contemporánea que dio su brazo a torcer y se volvió a casar después de muchos años de divorciada, me decía: “No sé qué vamos a hacer mi esposo y yo. Nos la hemos pasado enfermos estos últimos meses. ¡Y tan sanos que nos creíamos!”  ¿Son casos aislados? ¡Para nada! Tanto Pepe y su esposa como Chela y su marido padecen el síndrome de los seis primeros meses de matrimonio.

Luna de miel=malestares

¿Otra epidemia como el SARS? No, más bien se trata de un padecimiento normal, que los médicos no han tipificado pero que resulta obvio. En lo personal, llevo años de ver que parejas felices y sin problemas (todavía) se pasan sus primeros meses de casados con malestares, menores, pero igualmente molestos: gripas constantes, gastritis, infecciones de garganta o de oídos, alergias, fracturas leves (pero incapacitantes), y un sinfín de padecimientos que varían según la creatividad de cada quien. Y no pretendo menospreciar los sufrimientos de los recién casados, ni insinuar que padecen males imaginarios. Sus dolencias son reales, pero su causa real no está en un virus, los ácidos estomacales o el piso mojado que los hizo resbalar. En realidad, su origen se halla en el estrés que sufre el organismo entero cuando se pasa del singular al plural.

Sólo los siameses

Con excepción de esas criaturas que nacen unidas y salvo un milagro médico no van a separarse nunca (como los gemelos siameses) el resto de los seres humanos nacemos solos y nos morimos solos. Es decir que al momento de casarnos ya llevamos equis número de años viviendo relativamente solos. Quizá estábamos rodeados de una familia, o teníamos hermanos grandes y chicos alrededor, pero estábamos solos en nuestro YO más profundo. A la hora de dormir, nuestra cama era nuestra y de nadie más. Cuando se trataba de decidir cosas elementales como qué comer, cuándo usar ropa abrigada y cuándo ropa ligera, con quién hablar y qué decir, la decisión era básicamente personal. A cierta edad, por lo general padres y hermanos respetan nuestras decisiones; además, los amigos tienen su propia casa y por eso cuando “acabamos de estar” con ellos o tenemos una diferencia aplica el dicho: “Aquí se rompió una taza y cada quien para su casa”.

Por el contrario, a la hora de casarte resulta que, de pronto, regresas de la luna de mil y ya no te puedes ir a “tu” casa… porque es la de ambos. Y ya no tienes tu camita, porque es de los dos. Entonces comienzan a aparecer esas diferencias que en apariencia son muy tontas, pero que resultan vitales: ella es friolenta y quiere 20 cobijas para dormir, mientras él se muere de calor. A él le gusta cenar fuerte (empezar con sopa y seguir con plato fuerte) pero a ella le encanta llevarse su sándwich en charolita para merendar frente a la tele. Ella es dormilona y él es súper desvelado. Él vive pegado a su aparato de sonido y a ella le gusta tener ratitos de silencio… La lista puede ser interminable, pero de estas cosas nunca se habla antes de estar juntos, por larga y sincera que sea la relación.

Hasta el metabolismo se descompensa

No exagero si digo que hasta el metabolismo se sale de equilibrio, fundamentalmente debido a los cambios de temperatura (del calor al frío y de regreso) y a la distinta alimentación. Vaya, incluso las delicias del matrimonio, como el sexo, requieren un nuevo gasto de energía. Es cierto que es una y al cabo sigue demandando energía. Y en muchísimos casos la forma de manifestar estos bruscos cambios es a través de una enfermedad.

Y no estamos hablando de pleitos ni de desavenencias. Sólo de nuevos hábitos que hay que compartir, pero el cuerpo tiene sus costumbres y mientras logra aclimatarse, se tensa, se estresa y se enferma. Quizá sea una forma de la Naturaleza de advertirnos lo que poéticamente recomienda Jalil Gibrán a las parejas. “Dejen que los vientos soplen entre ustedes”. Antes que las enfermedades se vuelvan un verdadero problema es muy importante darse espacio.
Si te casaste hace poco o piensas hacerlo pronto, toma esto en cuenta y platica con tu pareja sobre la necesidad de tener sus propios espacios: no es desamor, pero un poco de “aire” salva muchas relaciones. Por ejemplo, piensen en tener un cuartito extra en el departamento o en la casa: pongan un sofá-cama y escápense ahí cuando alguno de los dos se sienta asfixiado.

El sano tiempo no-compartido

Uno de los mejores consejos que pueden recibir un hombre y una mujer que empiezan a vivir bajo un mismo techo es: den a su vivencia de pareja muchos tiempos no-compartidos. Si inician el hábito desde el noviazgo podrán ganar mucha salud mental, además de bienestar físico. Al casarse, dejen que el cuerpo vaya aclimatándose poco a poco a ese cambio tan drástico: no quieran beberse toda la felicidad conyugal de un solo trago. Saboreen los tiempos compartidos, pero como una medida de protección para que su relación dure muchos años también dense permiso mutuamente de pasar ratos significativos con otras personas. Por ejemplo, pueden disfrutar a la propia familia (no siempre hay que ir a casa de los suegros o los hermanos en plan de pareja-sándwich) y a los amigos de cada quien. También pueden cultivar hobbies que no involucren a la pareja.
Lejos de dividir, se pueden unir mucho si él disfruta libremente su noche de dominó con sus amigos, y tú tomas un día para ir al cine o de compras con tus amigas. Y si la palabra “celos” cruza por tu mente ante estas sugerencias, piensa que más que una traición temida, los celos suelen ser deseo de posesión y dominio: no los ejerzas ni permitas que los ejerzan sobre ti. Querer a alguien no es tenerlo pegado a ti todo el día ni vigilar cada uno de sus movimientos. La flexibilidad y la confianza mutua son tan importantes como el amor. Disfruta los espacios no-compartidos y ahórrate muchas gripes, gastritis, dolores de garganta y fiebres.